Teoría y práctica del tiranicidio
Matar al dictador caído, como Gadafi, sitúa al ganador de la guerra en la posición de un libertador El espectáculo macabro tiene algo de totémico
Las primeras noticias procedentes de Sirte la mañana del 20 de octubre daban cuenta de la detención de Gadafi. Pocas horas después las informaciones no hablaban ya de la detención, sino de la muerte del dictador libio. Según la nueva versión de los hechos, habría sido alcanzado durante un bombardeo de la Alianza Atlántica contra el convoy en el que trataba de huir. Un vídeo de escasa calidad, grabado desde un teléfono móvil, parecía corroborarlo: en él se observaba la imagen de un cadáver con el rostro contra el suelo y rodeado de hombres armados que se esforzaban por darle la vuelta, como si su intención fuera identificarlo. Solo con la ayuda de un paño alrededor de la mandíbula lo consiguen, y entonces sí, por un breve instante aparecen unos rasgos familiares que podrían ser los de Gadafi.
DISTINTAS FORMAS DE ACABAR CON UN DÉSPOTA
- Benito Mussolini, 1945. El primer ministro y dictador de Italia fue ejecutado a tiros el 28 de abril de 1945 cerca de Como, al norte del país, junto a su amante, Clara Petacci. Los partisanos que se habían rebelado contra el dictador decidieron ejecutarlo en medio de un ambiente de gran confusión. Sus cadáveres fueron trasladados a Milán y, allí, escarnecidos por la multitud.
- Elena y Nicolae Ceaucescu, 1989. El expresidente de Rumanía, Nicolae Ceaucescu, y su esposa y mano derecha, Elena, fueron ejecutados en diciembre de 1989 después de un juicio sumarísimo ante un tribunal militar. La pareja -ella fue vicepresidenta del Gobierno y presidenta de la Comisión de Control del partido- dirigieron el país durante 24 años con mano de hierro. El Frente de Salvación Nacional les condenó por genocidio, demolición del Estado y acciones armadas contra el Estado y el pueblo, destrucción de bienes materiales y espirituales, destrucción de la economía nacional y evasión de 1.000 millones de dólares hacia bancos extranjeros.
- Samuel Doe, 1990. Fue el presidente de Liberia durante 10 años. En septiembre de 1990 fue brutalmente torturado y finalmente ejecutado por un grupo de rebeldes; el país vivía una guerra civil desencadenada por un antiguo colaborador de Doe desde el año anterior. La tortura se grabó en un vídeo que luego fue difundido, y el cadáver de Doe fue expuesto en un hospital de Monrovia.
- Sadam Husein, 2006. El dictador iraquí fue ejecutado en diciembre de 2006 tras ser condenado por cometer crímenes contra la humanidad. Fue juzgado dos veces: por el asesinato de chiíes y por la matanza de kurdos. Las imágenes del ahorcamiento se vieron en las televisiones de todo el mundo. Husein había gobernado Irak durante más de dos décadas, desde 1979 a 2003.
Las dudas acerca de si se trataba de su cadáver no quedarían despejadas, sin embargo, por el análisis minucioso de este primer vídeo, sino por la inmediata aparición de otro, también de escasa calidad y también grabado desde un teléfono móvil. En él es Gadafi, indiscutiblemente Gadafi, quien avanza dando traspiés entre milicianos armados. La inercia de la versión anterior se proyecta sobre la siguiente: la sangre en el cuello de Gadafi y sobre sus ropas -se piensa en esos instantes de confusión- debe de ser el resultado de las graves heridas recibidas durante el ataque de la Alianza Atlántica, y a las que supuestamente habría sucumbido. Nuevos vídeos, sin embargo, desmintieron con descarnada contundencia todas las versiones previas: Gadafi había sido apresado con vida, linchado por sus captores y, al parecer, asesinado de un tiro en la sien.
No era, con todo, el final, sino el comienzo de un espectáculo macabro que se prolongaría durante cuatro días en una improvisada morgue de la cercana ciudad de Misrata; en realidad, la cámara frigorífica de un mercado en la que semidesnudo sobre un colchón, primero a solas y después en compañía del cadáver de su hijo Mutasim, Gadafi sería expuesto al escarnio público hasta el amanecer del pasado martes, cuando fue enterrado en algún lugar del desierto. Además de los vídeos que registran los instantes finales de Gadafi, fueron apareciendo otros que recogen los de su hijo Mutasim, detenido en lo que parece un salón doméstico con la pared empapelada y bebiendo agua de una botella de plástico. Alguien lo increpa desde detrás del objetivo, él responde con altanería. El vídeo se detiene en ese momento, y la siguiente imagen de Mutasim es aquella en la que aparece muerto junto a su padre.
Gadafi expuesto sin vida en la cámara frigorífica de un mercado de Misrata ha pasado a formar parte, no ya de la nómina de los dictadores derrocados, sino de otra más escalofriante y estricta en la que se encuentran los que, además de derrocados, fueron linchados antes de morir y su cadáver mostrado como trofeo y librado a la profanación. Los hechos de los que dan testimonio los vídeos grabados el 20 de octubre dejan en mal lugar al Consejo Nacional de Transición, bien porque los consintió, bien porque careció de autoridad para impedirlos. En el primer caso, el asesinato de Gadafi y los suyos harían presagiar que, si nada lo remedia, la tiranía sobreviva al tirano, reponiendo a otro en el puesto vacante; en el segundo, que la guerra civil contra Gadafi pudiera ser el preámbulo de otra entre las diversas milicias armadas y solo unidas hasta ahora por la existencia de un enemigo común.
El líder del Consejo Nacional de Transición, Mustafa Abdel Jalil, pronunció el primer discurso tras la muerte de Gadafi y el final definitivo de su régimen en la plaza de los Mártires en Trípoli, y muchos libios se preguntaron por qué no lo hizo en otras ciudades que habían participado con más determinación en la lucha. También afirmó que la sharía inspiraría la nueva legislación, y, de nuevo, muchos libios se preguntaron por qué Abdel Jalil tomaba en solitario una decisión que no le correspondía. Las razones políticas detrás de estas inquietudes, de estas preguntas, son fácilmente reconocibles, y tienen que ver con el origen territorial de los grupos rebeldes y con su diferente adscripción ideológica. Ahora bien, la respuesta a por qué Abdel Jalil se creyó legitimado para decidir en solitario un asunto crucial en el futuro de Libia está relacionada con un problema clásico de la teología que, al secularizarse los fundamentos del poder, pasó al ámbito de la filosofía; tiene que ver, en fin, con la teoría y con la práctica del tiranicidio.
Los pensadores han debatido durante siglos el derecho a liquidar al déspota
El jesuita Juan de Mariana (1536-1624) es reconocido como uno de los principales defensores del derecho a deponer a un monarca y, en general, a un gobernante, cuando incumple las obligaciones más elementales con los gobernados, en la estela de santo Tomás. Como este, Mariana concentra el grueso de sus argumentos en el momento previo a la ejecución del tiranicidio, en la controversia acerca de si puede ser o no justificado. No presta tanta atención, en cambio, al momento posterior, al derecho que adquiere, o cree adquirir, quien ha acabado materialmente con el tirano, y que se concreta como derecho a decidir ante sí y por sí el orden político que se instaurará a continuación. Al haber arriesgado su vida, el autor de un tiranicidio siente que este derecho suyo es superior al de quienes se mantuvieron pasivos ante el tirano, por connivencia, por temor o por cualquier otro motivo.
Este y no otro es el razonamiento que hace Lorenzino de Médicis, el Lorenzaccio de la obra homónima de Alfred de Musset, en Apología de un asesinato, un texto en el que el autor de un tiranicidio explica abiertamente sus sentimientos y razones. En 1537, Lorenzino da muerte a su primo Alejandro, duque de Florencia, con quien había compartido las juergas y arbitrariedades que sumieron en el desgobierno y el caos a la ciudad. En respuesta a quienes le condenan por haber asesinado a su primo, Lorenzino defiende en la Apología que su acto obedecía a un deseo de libertad, el más noble de todos los deseos humanos, y que, por tanto, debía ser considerado como un tiranicidio, no como un crimen común. Pero añade, no sin un punto de provocación, que una vez ejecutado, y viendo las reacciones, llegó a resultarle difícil decidir si Alejandro merecía mayor castigo por su maldad que el pueblo de Florencia, al que acusa de cobarde, por haberla soportado. "Aceptar el statu quo", prosigue Lorenzino, intentando justificar que la situación de Florencia fuera a peor después del asesinato de Alejandro, "era más peligroso que enrolarse, con alguna esperanza de éxito, en la tarea de liberar la patria".
Al asumir el riesgo, el que asesina al líder se refuerza ante los que fueron pasivos
Abdel Jalil, lo mismo que tantos caudillos, tantos hombres providenciales en tantas épocas y lugares, suscribiría seguramente las palabras de Lorenzino acerca de "la tarea de liberar a la patria". Quién sabe si, además, no se habrán sentido acosados en algún momento difícil de las guerras que libraron por las palabras anteriores, en las que Lorenzino se confiesa atrapado en el dilema de decidir si Alejandro era más culpable por sus maldades que el pueblo de Florencia por soportarlas. Desde la perspectiva hacia la que apunta vagamente Lorenzino, arrogarse el derecho a decidir el orden que sucederá al derrocado, según hizo Abdel Jalil en su primer discurso tras el linchamiento y muerte de Gadafi, puede ser expresión de la fe que empujó a la lucha, sea una fe religiosa o política. Pero podría ser también una fórmula para evitar que el autor del tiranicidio no sucumba a la sospecha de haber puesto la vida en juego por la libertad de un pueblo que no lo merecería del todo, culpable de haber soportado al tirano. Si el autor del tiranicidio no se debe a su pueblo, sino a la fe que le empujó a la lucha y que se apresura a imponer tan pronto el tirano ha perecido, entonces el dilema, la sospecha de Lorenzino pierde cualquier vigencia: el pueblo podrá ser culpable de haber soportado la tiranía; la fe, nunca.
El derrocamiento de Ben Ali o Mubarak era de todos y de nadie
La oratoria de Abdel Jalil en el discurso de Trípoli sugiere, solo sugiere, que este podría ser el caso del Consejo Nacional de Transición. Abdel Jalil gritó literalmente "alzad bien vuestras cabezas, sois libios libres", no "alcemos bien nuestras cabezas, somos libios libres", y la multitud estalló en gritos de júbilo. El posible mensaje subrepticio, el posible eco del dilema que expresó Lorenzino en la Apología y que solo el tiempo y los acontecimientos determinarán si alentaba o no en el discurso de Abdel Jalil, era, podría ser: "Nosotros, miembros del Consejo Nacional de Transición, ya la teníamos alzada y, si ahora sois libios libres, a nosotros nos debéis la libertad. Haremos con ella lo que mejor convenga, según nuestro criterio".
El diferente ánimo con el que se contempla la revolución libia, por un lado, y la tunecina y la egipcia, por el otro, responde a la manera en que se desarrollaron las respectivas revueltas y, en definitiva, los respectivos tiranicidios. La caída de Ben Ali y de Mubarak fue obra de las manifestaciones en las plazas, de todos y de nadie, por lo que el orden que suceda al derrocado tendrá que surgir, en principio, de un pacto que no puede ser en exclusiva de nadie y que, por eso mismo, tendrá que ser de todos. En Libia, por el contrario, y desde el momento en que Gadafi optó fatalmente por la violencia y la guerra, la caída del tirano exigió acciones militares de una vanguardia armada. De esa vanguardia armada hay que esperar, ahora, que se dirija a los libios, participaran o no en la guerra, y lo hicieran en el bando que lo hicieran, para decirles generosamente: "La victoria es vuestra", y no lo que parece deducirse del primer discurso de Abdel Jalil: "Es verdad que conseguimos la victoria en vuestro nombre, pero sus únicos propietarios somos nosotros".
Dicen "sois libios libres" para sugerir: "A nosotros nos debéis la libertad"
El espectáculo macabro que se prolongó durante cuatro días en la cámara frigorífica de un mercado de Misrata pudo obedecer a irrefrenables sentimientos de venganza, sin descartar, además, el simple morbo. Era, sin embargo, un espectáculo conocido, en el que cambiaban los protagonistas pero el guión permanecía invariable. En Misrata, Gadafi y los suyos recibieron el mismo trato que Mussolini y su amante, Clara Petacci, en Italia, expuestos cabeza abajo desde el dintel de una gasolinera; que Elena y Nicolae Ceaucescu, cubiertos de polvo y derrumbados uno contra el otro tras el fusilamiento en Rumanía; que Samuel Doe, depuesto y ejecutado en Liberia, mientras una cámara filmaba las imágenes que luego se esparcirían por el mundo. Son todos ellos espectáculos que dicen mucho de la condición humana, pero también de los fundamentos del poder.
En Tótem y tabú, Freud aventuraba la hipótesis, luego recogida sumariamente en Psicología de las masas, de que la vida social tendría como origen el asesinato de un padre totémico y un banquete ritual entre los hijos. No son banquetes, desde luego, ni se trata del origen de la vida social sino de cambios políticos, pero los espectáculos macabros en torno al cadáver de los dictadores tienen algo de totémicos. Quienes participan con más entusiasmo, quienes más se burlan y más se exhiben, parecen apurar el último momento para demostrar que ellos no soportaron la tiranía, cancelando sin saberlo el dilema que acosaba a Lorenzino de Médicis. También para dejar constancia ante el nuevo poder que ha emanado del tiranicidio, y del que esperan, si no una participación, sí al menos que no les reserve la suerte atroz de quienes colaboraron con el tirano depuesto. Profanando los cadáveres de Gadafi y su hijo en la cámara frigorífica de un mercado de Misrata, los libios que filmaban vídeos y se fotografiaban afirmaban ostentosamente de qué lado estaban, quién sabe si confiando en que así nadie les preguntaría de qué lado estuvieron.
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