Enfermos que dirigieron los destinos del mundo
En un artículo anterior en el que os hablaba de un libro que leí hace ya bastante tiempo y que me impactó especialmente, titulado “Aquellos enfermos que nos gobernaron”, os avancé que el tema era muy extenso y no menos lo era la lista, casi interminable -y a veces, increíble-, de aquellos personajes que, ostentando los máximos poderes de sus países, mantuvieron en vilo a todo el planeta con decisiones, a todas luces, propias de paranoicos y, en el peor de los casos, de auténticos psicópatas.
Aquel libro se editó por primera vez en el mes de julio de 1977. Sus autores fueron, un periodista especializado en temas sobre medicina llamado Pierre Accoce, y un eminente doctor que respondía al nombre de Pierre Rentchnick, miembro honorario de la Academia de Ciencias de Nueva York, y profesor de la Facultad de Medicina de Ginebra.
De aquel libro –que fue un best seller en su momento- se han hecho nuevas reediciones a las que se han ido añadiendo personajes a aquellos que, en su día, justificaron la investigación clínica y periodística que motivó que el libro se pergeñara y viera la luz a finales de la década de los ’70, acompañado de un gran escándalo que convulsionó los parámetros de aquella época de Guerra Fría.
A tal efecto, los autores del libro en cuestión, analizaron minuciosamente las evidencias que encontraron en los distintos personajes que se detallan en la primera edición de su obra, incluyendo informes médicos y diversos testimonios de los casos estudiados. Analizaron la salud, tanto física como mental, de algunos gobernantes que fueron protagonistas durante la II Guerra Mundial -y la posterior Guerra Fría-, a fin de demostrar que decisiones cruciales tomadas por aquellos dirigentes no fueron lo más adecuadas que cabía esperar de ellos al haber sido tomadas en momentos de un claro desequilibrio, físico o mental.
Bien, dejemos el libro aparte y centrémonos en los personajes, en la época y en la situación creada por ellos mismos.
De todos es sabido que los delirios megalomaníacos de un paranoico llamado Adolf Hitler, llevaron a Europa a una de las más oscuras, sangrientas y violentas páginas de su Historia. Junto a él, la Italia fascista de Benito Mussolini, y el Japón imperialista de Hiro Hito, formaron lo que se vino a conocer como potencias del Eje las cuales, tras querer imponer por la fuerza de las armas, su hegemonía mundial, arrastraron a innumerables países a un enfrentamiento generalizado que segó la vida de más 70 millones de seres humanos, destruyo cientos de ciudades, provocó el desplazamiento de millones de personas y dejó hambre y miseria de la que se tardaron decenas de años en recuperarse del todo.
Entre los países que lideraron la alianza contra el III Reich, la Gran Bretaña de Winston Churchill, los EE.UU. de Franklin Delano Roosevelt, la U.R.S.S. de Yosef Stalin, y, en menor medida –dada su división-, la Francia de Charles de Gaulle, fueron los que sobrellevaron el peso de la contienda y, por ende, quienes se arrogaron el derecho de los vencedores tal y como se vio en las conclusiones de la conferencia de paz de Yalta. Pero no es de la guerra ni de las consecuencias de la misma de lo que quiero hablaros hoy sino del estado de salud de quienes fueron primeras figuras de esa contienda mundial.
Antes que nada quiero advertir y aclarar que ni soy médico ni tengo la preparación adecuada para que mis opiniones puedan ser tomadas como diagnósticos clínicos pues eso no está presente en mi ánimo en el momento de escribir esta nota, para ello ya están los profesionales de la medicina que, sin ningún género de dudas, tendrán su opinión formada y que, si lo consideran oportuno, la podrán comentar o exponer en el espacio abierto para ese menester al final de este escrito. Por mi parte solamente decir que lo aquí expuesto es simple y llanamente mi opinión personal y que, equivocada o no, es la que se ha formado en mi conciencia y por lo tanto la que expongo y comparto con todos vosotros.
Es sabido que las enfermedades de muchos gobernantes no solamente proceden de razones inherentes a su propia responsabilidad política, sino que también pueden ser parte del precio que han de pagar por aceptar tales responsabilidades y llevarlas a cabo. Está claro que el “peso del poder” es una carga muy pesada y muy cara que, tarde o temprano, todos acaban pagando con su salud. Claros ejemplos de ello son políticos que o bien han fallecido, pocos, al servicio de su cargo y otros que, tras retirarse, han desarrollado patologías tales como demencias, enfermedad de Parkinson, Alzheimer y otras más, casi todas ellas vinculadas a su salud mental. En los últimos años hemos vivido casos como el de Adolfo Suárez, presidente del gobierno de España: Ronald Reagan, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica; o Margaret Thatcher, premier británica. Otros enfermos ilustres, aunque en otros ámbitos de la vida, podrían ser los papas Juan Pablo II o Benedicto XVI. Todos ellos han tenido un denominador común en sus distintas patologías, todos ellos han pagado “el precio del poder”.
En el caso de los líderes que protagonizaron la Segunda Guerra Mundial se sabe que Hitlerfue un histérico patológico clínicamente diagnosticado, que padecía de hipertensión arterial, sialorrea –o sea hipersalivación, un baboso (lo digo sin acritud de ninguna clase)-, bulimia y la enfermedad de Parkinson; de Mussolini se sabe que padecía de neurosifilis crónica que es una enfermedad venérea, con propensión a la ictericia y úlceras gástricas.
Churchill padecía de gula sin llegar a ser bulímico, bebedor empedernido rayano al alcoholismo y fumador activo de cigarros habanos lo que en buena parte eran las causas de que se viera afectado por diversas anginas de pecho, de que fuera hipertenso, que se le diagnosticara arterioesclerosis, coágulos sanguíneos, trombosis y de que sufriera de ataques epilépticos y meningitis.
Todas estas enfermedades que padecieron estos líderes políticos nada o casi nada tenían que ver con la erótica del poder sino más bien eran fruto de una vida desordenada y, en algunos casos, desenfrenada durante su juventud, el caso es que el ejercicio de las responsabilidades gubernamentales agravó sus cuadros patológicos.
Otros políticos coetáneos a estos que, aunque tuvieron menos dosis de protagonismo, también intervinieron fueron Neville Chamberlain, primer ministro británico predecesor de Churchill, el cual padecía de cáncer de colon del que falleció poco después de dimitir de su cargo. En aquellos tiempos se le acusó de cobardía y de haber vacilado miserablemente a la hora de frenar las pretensiones expansionistas de los nacional-socialistas alemanes del III Reich de Adolf Hitler. Posiblemente esa actitud abúlica fuera consecuencia de la grave enfermedad que padecía.
En esos mismos años, en los comienzos de la IIGM, Édouard Daladier, que fuera primer ministro francés era abúlico, dilatante en sus decisiones y con escasa voluntad y energía; el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas francesas, Maurice Gustave Gamelin, padecía, al igual que Mussolini, neurosifilis crónica.
Stalin, además de ser un psicópata antisocial al que jamás nadie se atrevió a diagnosticar tales cuadros patológicos si lo que quería era seguir con vida, padecía de insuficiencia cardiaca, hipertensión y, posiblemente, hidrocefalia. Estas patologías derivaron con el tiempo en trombosis y, seguramente, provocaron la embolia que terminó con su vida.
Eran tantas y tan distintas las patologías que afectaban a la salud del presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt que llegó prácticamente moribundo a la ya mencionada Conferencia de Yalta, en febrero de 1945, donde Churchill, bastante deteriorado en su salud, nada pudo hacer para que el más enérgico e impetuoso de los tres, Yosef Stalin, determinara la repartición del mapa político de la Europa de la post-guerra. Afortunadamente, cinco meses después, fallecido ya Roosevelt, el nuevo presidente norteamericano Harry S. Truman pudo enmendarle la plana a Stalin en la Conferencia de Potsdam.
Obviamente, los problemas de salud de los mandatarios mencionados tuvieron que afectar a la calidad de las decisiones que por aquellos entonces se tomaron y que originaron la convulsa etapa de la Guerra Fría y sus negativas consecuencias que estuvieron, en más de una ocasión, a punto de resolverse con nuevas confrontaciones entre las dos super potencias surgidas de la II Guerra Mundial y de las conferencias de paz ya mencionadas.
Pongamos como ejemplo las consecuencias del cuadro neurosifilítico que padecieron tanto Mussolini como Gamelin. Según la opinión de los expertos, dicho cuadro clínico ocasiona: “daños neurológicos irreversibles, demencias, movimientos convulsivos incontrolables, contracciones de los músculos, irresponsabilidad, modificaciones de la conducta y la personalidad, hipereuforia acompañada de hiperactividad, y siempre un delirio megalomaníaco, desaparición de todo sentido crítico, e incoherencia profunda en la conducta y el comportamiento.”
En el caso de Hitler, varios autores –basándose en estudios clínicos- vincularon sus patologías con sus manifestaciones delirantes registradas, especialmente, en el año 1945 cuando se acercaba el fin de la guerra. “Temblores súbitos y constantes, falta de atención y concentración, pérdidas de memoria y crisis epilépticas” fueron los síntomas que afectaron a quien dirigió el destino de cientos de miles de seres humanos llevándolos a una guerra casi suicida, y el que asesinó a millones de personas en su política de limpieza étnica y genocida.
En el de Churchill se puede decir que su actuación fue más comedida por lo menos hasta 1943, sobre todo en el terreno de lo militar, pero su aura comenzó a declinar a partir de dicho año con el agravamiento de su cuadro clínico y de su precario estado de salud que le llevaron a “manifestar agotamientos repentinos y fatiga crónica acompañada de severas pérdidas de memoria”. Perdió las elecciones de 1945, una vez terminada la guerra, y no volvió a la política hasta 1952 cuando presidió de nuevo el Gobierno Británico de forma “efímera, penosa y deslucida”, al decir de sus adversarios.
Daladier y Gamelin fueron destituidos de sus cargos por la Asamblea Francesa dada su ineptitud para hacer frente a Hitler después de que las tropas de la Wehrmacht invadieran Francia e hicieran su famoso desfile triunfal bajo las columnas del Arco de Triunfo de París en plenos Campos Elíseos, orgullo de los parisinos y, por ende, de todos los franceses. Francia quedó dividida en dos. La ocupada por las tropas nazis, y la “Francia Libre”, con sede en Vichy, presidida por el anciano héroe de la Gran Guerra, el Mariscal Philippe Pétain. Fue entonces cuando otro glorioso general, Charles de Gaulle, se hizo cargo del gobierno en el exilio.
Y, como dije en mi anterior escrito, todos ellos sufrieron el síndrome de Hibris que cómo recordaréis son aquellos que: actúan con vehemencia iracunda, con suma arrogancia y con desprecio absoluto y temerario hacia los intereses ajenos, unido a una falta impulsiva de control sobre su propia personalidad, siendo un sentimiento violento inspirado en pasiones exacerbadas, pudiéndose considerar como un trastorno mental dado su carácter irracional, desequilibrado y demencial.
Quien quiera leer el artículo anterior a este que fue publicado ayer en "España en América" puede hacerlo a través de este enlace: https://www.facebook.com/notes/espa%C3%B1a-en-am%C3%A9rica/aquellos-enfermos-que-nos-gobernaron/541837815870276
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